Rumbo a Tartaria: un viaje por los Balcanes, Oriente Próximo y el Cáucaso

En este libro, Robert D. Kaplan nos lleva en un viaje fascinante al corazón de una región muy volátil, que se extiende desde Hungría y Rumanía hasta las lejanas orillas del Mar Caspio, rico en petróleo. A través de historias dramáticas de personajes inolvidables, Kaplan ilumina la trágica historia de esta región inestable que él describe como la nueva falla entre Oriente y Occidente. Se aventura desde Turquía, Siria e Israel hasta los turbulentos países del Cáucaso, desde la recién enriquecida ciudad de Bakú hasta los desiertos de Turkmenistán y los campos de exterminio de Armenia.

Durante años, Robert D. Kaplan ha sido una voz refrescante, aunque quizás oscura, entre los observadores estadounidenses de asuntos exteriores. Su obra Fantasmas balcánicos: un viaje a través de la historia, supuestamente fue la lectura de cabecera de Bill Clinton y ha sido ampliamente citada como el origen de la inhibición involuntaria de la intervención de Estados Unidos en las guerras de sucesión yugoslava. Hacia Tartaria, que Kaplan presenta como una continuación de la anterior, abarca una extensa región que se extiende desde las laderas sudorientales de los Cárpatos hasta las costas orientales del Mar Caspio y los desiertos de la Península Arábiga. Tartaria identificó esta parte central y septentrional de Asia hasta el siglo XX. Los Cárpatos (Rumanía) marcan el fin de Europa y el principio de Oriente Próximo. Por eso, el viaje de Robert D. Kaplan comienza en Hungría y termina en Turkmenistán. Ha vagado por una triple región que él define como el Nuevo Oriente Próximo, con Turquía en su centro geográfico, haciendo preguntas de calado a todo el mundo, desde autoestopistas a agentes de inteligencia, en su búsqueda sobre todo de lo que determina en cada caso el carácter nacional.

Kaplan no pertenece al grupo de los habituales periodistas paracaidistas en busca de titulares, para quienes un hotel Sheraton es lo mismo que otro. Es mas probable que encontramos a Kaplan trabajando en hostales de baja categoría, husmeando en el enmarañado pasado, casi siempre en compañía de Heródoto y Gibbon como sus guías personales, como siguiendo los pasos de Rick Deckard hacia un futuro turbio e incierto.

Así pues, en opinión de Kaplan, es poco probable que ese futuro sea prometedor. La democracia y las instituciones de libre mercado requieren ciertas actitudes para que funcionen bien, y esas actitudes escasean en la mayor parte del Nuevo Oriente Medio. Kaplan alerta oportunamente ante la posibilidad de confundir la apariencia con la realidad de una democracia, y contra los defensores de sistemas de gobierno en sociedades que aún no están preparadas. En general, Kaplan cree que a toda la región le espera un largo periodo de desgobierno y frustración material.

Cuando Kaplan es convincente, es muy convincente. Su exégesis de por qué las sociedades poscomunistas de Rumanía y Bulgaria corren el peligro de ser olvidadas por Occidente porque las hemos «declarado» democracias de mercado, rehechas con éxito a nuestra propia imagen narcisista, da en el clavo. Kaplan iluminó también sobre el peligro del neo-imperialismo ruso para sus países vecinos. Las compañías de Bulgaria y Azerbaiyán son especialmente vulnerables a los planes de la mafia rusa porque los inversores occidentales los consideran demasiado inestables para ser atractivos.

Pero Kaplan es un guía sorprendentemente mediocre. En Budapest y Beirut, Estambul y Ashgabat, y unas cuantas docenas de lugares intermedios, Kaplan llega a la ciudad, da un paseo decididamente peatonal por algunos barrios y luego se enzarza en una serie de entrevistas con la élite local. Habla con presidentes y generales, intelectuales y disidentes. Las únicas personas corrientes con las que Kaplan habla son sus traductores, chóferes y la recepcionista del hotel. El resultado es un relato rebuscado y unidimensional.

No obstante Kaplan da lo mejor de sí cuando describe el paisaje histórico, las fisuras culturales entre «Occidente» (representado por el Sacro Imperio Romano Germánico) y Oriente Próximo (la Bizancio ortodoxa y el imperio otomano). Esta fisura atraviesa los Balcanes, con Bosnia y Transilvania en la frontera. No es casualidad que Bosnia y Transilvania entraran en conflicto étnico más de una vez durante el siglo XX. Relata cómo esta división «detuvo la expansión hacia el Este de la cultura europea, marcada por la arquitectura románica y gótica y por el Renacimiento y la Reforma». Las tierras otomanas quedaron «subdesarrolladas» y «anárquicas». Esto, se nos dice, explica por qué el comunismo reformista se afianzó en Hungría, mientras que en Rumanía y Bulgaria se transformó en un «despotismos de Oriente Próximo». Kaplan presenta el fracaso de las iglesias ortodoxas, que no eran baluartes de la oposición democrática al comunismo, como las iglesias católicas en Polonia y Hungría, a la hora de aportar estabilidad. Sin el arraigo de la fe que aportan las iglesias católicas, estos Estados cristianos orientales se han estancado y han decaído en gran medida. A los ojos de Kaplan, Occidente significa modernidad y desarrollo, y Oriente anarquía y despotismo. Las observaciones políticas contemporáneas de Kaplan son ciertamente pesimistas. En Rumanía, Bulgaria, Siria y el Cáucaso, Kaplan se muestra «optimista en las capitales». Pero en las «deprimidas campiñas», se enfrenta a «las más duras verdades».

El impacto del libro también se pone de relieve en el capítulo sobre Siria y Líbano. De hecho, cuando los medios de comunicación empiezan a hablar de Siria hoy en día, presentan el país como un Estado musulmán unido lleno de tiranía que apoya el terrorismo. En otras palabras, Siria es el equivalente de Irak. Sin embargo, Siria es fascinantemente diferente, gracias a la multitud de rivalidades étnicas que existen en el país. No es seguro que algunos hayan oído hablar de los «alauitas», el grupo étnico al que pertenece la élite gobernante y muchos miembros del cuerpo de oficiales del ejército. El desarrollo de la ciudad de Beirut en el Líbano es también un acontecimiento del que se informa muy poco. Un Estado próspero como el Líbano, con una creciente clase media, podría tener enormes implicaciones para Oriente Medio. ¿Quién podía saber estas cosas? Los medios de comunicación no se molestan en contarlo, pero Kaplan sí.

Para Robert D. Kaplan, la esencia del viaje consiste en hacer el paso del tiempo más lento, como cuando en una parte del viaje puede volar cómodamente de Sofía a Estambul en una hora; pero en lugar de eso, interrumpe su viaje en Plovdiv para proseguir rumbo más tarde con doce horas incómodas en ferrocarril, solo porque así está seguro –dice– de poder captar la verdadera distancia entre Bulgaria y Turquía.

Así va avanzando hacia el sureste, desde Hungría hasta Turquía pasando por Rumanía y Bulgaria, y, después, Siria, Líbano, Jordania e Israel. Vuelta a Turquía, para seguir hasta el Cáucaso y Asia, cruzando Anatolia. La exactitud de sus observaciones permitirá a los lectores seguir viendo los resultados de la dinámica que ha descrito en Oriente Medio durante algún tiempo. El resultado es una lectura obligada para cualquiera que quiera saber que será de nuestro mundo en las próximas décadas.

Crónica japonesa, de Nicolas Bouvier

Crónica japonesa (Chronique japonaise, éditions Payot, original de 1975)[1], considerado uno de los libros de viajes míticos[2] de Nicolas Bouvier (1929-1998)[3], un viajero, escritor y fotógrafo suizo francófono, narra la etapa final del largo viaje que éste realizó junto a su buen amigo el pintor Thierry Vernet[4] entre los años 1953 y 1956 desde Europa a la India, Ceilán, y Japón. Seducido por la complejidad de la cultura japonesa y fascinado por sus contradicciones, Bouvier comparte sus impresiones y las observaciones de un país que visitaría después con su mujer y su hijo en 1964, y de nuevo en solitario en 1970. Este exquisito narrador utiliza una estrategia que mezcla lo histórico con lo personal, favoreciendo la exploración de lo «Otro» a través de la anécdota del encuentro[5]. Esta interacción constante entre los dos niveles de encuentro contribuye a desplegar una reflexión sobre los contactos interculturales entre Oriente y Occidente. En 1955 Japón ha dejado atrás los efectos de la derrota en la guerra, pero sigue siendo un país ensimismado, rural, pobre y receloso de lo foráneo. Bouvier será quizás el último de los viajeros románticos decimonónicos al vagabundear por este Japón, que como su admirado Matsuo Basho[6],  recorrerá a pie en algunos tramos, siempre con un gozo por el instante presente, y un sentido poético de la extrañeza.

Para comprender el país original, Bouvier vive pobremente. Y así se adentrará en el Japón de callejuelas y mercados, pacífico y superviviente. Conoce a los parias y los fotografía. El autor vivirá entre las prostitutas y los salones de pachinko del distrito de Shinjuku en Tokio, y en los terrenos perfumados de pinos de un templo budista en Kioto. Visitará a la pintoresca Matsushima, donde observa “los postes numerados detrás de los que forman largas filas los turistas antes de que los conduzcan a ver el paisaje, como a niños a los que se lleva al baño, y deben obedecer sin hacerse esperar”, y a la gélida Hokkaido, donde los nativos Ainu[7] se ponen sus trajes tradicionales de nueve a cinco para ser fotografiados por los turistas, felices por las cámaras, y luego vuelven a casa para ponerse la ropa occidental.

El texto muestra Japón desde la leyenda de su origen, hasta su compleja relación con China, Occidente, pasando por el budismo zen, el teatro Nō, o la vida rural y en el estrépito de sus ciudades. En su relato, Bouvier hace referencia a crónicas como el Kojiki y el Nihon shoki[8], los registros históricos de los primeros occidentales en Japón, las memorias de los misioneros, los anales de la era Meiji y los edictos imperiales contemporáneos. La escritura de Bouvier es imaginativa, a menudo tan evocadora como un haiku, como cuando describe nabos que brillan como el nácar. También hace gala de un fino sentido del humor. Al hablar de las complejidades estéticas del teatro Nō, por ejemplo, escribe: «No es necesario ser un gran perito en la materia para sentirse conmovido y embelesado con el Nō. Sin embargo, hay dos cosas: saber que es más lento de todo lo que la palabra lentitud le sugiere a un occidental«.

En 1964, cuando regresa, busca los lugares donde el país conserva su identidad, aunque reconoce que ha perdido algo de frescura. Busca a los campesinos, a los ancianos, a la música y a los rituales. Y con cautela se acerca a lo que queda del budismo zen que ya apenas existe como pegamento para el alma. Su humor, increíblemente, es una herramienta para engordar la empatía hacia lo japonés y los japoneses. En ese sentido, ningún otro viajero ha igualado a Bouvier. De las andanzas de los primeros Jesuitas relata con mucha guasa: “Siguen predicando aquí y allá por las calles, suscitan la controversia en la que, como buenos retóricos, doblegan sin muchos problemas a sus adversarios budistas, pero huyen en cuanto ven aparecer uno de esos monjes zen provisto de preguntas tan estrafalarias y pérfidas que dejan al mejor de los teólogos sin saber qué responder”. A nosotros nos va a encantar esta anécdota: “…cuando Francisco Javier desembarcó en Kagoshima, los bonzos del templo zen que dominaba la ciudad lo recibieron con gran amabilidad. Lo llevaron a visitar a los monjes y el zendo, donde los novicios estaban sentados en la posición de loto, con los ojos fijos a tres pasos de ellos, absolutamente inmóviles. A la pregunta: «¿Pero ¿qué hacen?», su amigo el bonzo Ninjistsu respondió: «Algunos cuentan lo que recibieron de los fieles el mes pasado; otros se preguntan cómo estar mejor alimentados y mejor vestidos; otros aún piensan en sus pasatiempos; en fin, ninguno de ellos piensa en algo que tenga significado alguno»”.


[1] Bouvier, N. (2016). Crónica japonesa. Ed. La línea del horizonte. https://lalineadelhorizonte.com/132-cronica-japonesa-9788415958468.html

[2] https://viajes.nationalgeographic.com.es/a/15-grandes-libros-viajes_13670

[3] https://es.wikipedia.org/wiki/Nicolas_Bouvier

[4] https://es.frwiki.wiki/wiki/Thierry_Vernet

[5] Koo, H. (2018). The (Hi)story of the Encounter: The Historical and the Personal in Nicolas Bouvier’s The Japanese Chronicles. IAFOR Journal of Literature & Librarianship, 7(1).

[6] https://es.wikipedia.org/wiki/Matsuo_Bash%C5%8D

[7] https://es.wikipedia.org/wiki/Ainu

[8] Jun’ichi, I., & Thal, S. E. (2000). Reappropriating the Japanese myths: Motoori Norinaga and the creation myths of the Kojiki and Nihon shoki. Japanese journal of religious studies, 15-39.

Las cosas que decimos, las cosas que hacemos

“No vamos, somos impulsados; como cosas que flotan… fluctuamos entre varias inclinaciones; no queremos nada libremente, nada absoluta-mente, nada constantemente”
Michel de Montaigne

Todas las cuestiones referentes al hecho de amar o sentirse amados han estructurado la filmografía de Emmanuel Mouret en todas sus películas, que pasan de la docena a lo largo de algo más de dos décadas, sus personajes aman, desean, mienten, son inseguros, tienen miedo, nos aben si aman, y también, se sienten abandonados o muy perdidos. Películas como Laissons Lucie faire! (2000), Cambio de dirección (2006), El arte de amar (2011), Caprice (2015) y Mademoiselle de Joncquières (2018), basada en un relato de Diderot. Historias donde profundiza en el amor, sus cuestiones, sus desdichados y satisfechos personajes, y demás.

En Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, la cuestión radica en dos sentimientos enfrentados constantemente, el amor y el deseo, y sus cercanías y lejanías.  Mouret nos sumerge en un relato aparentemente sencillo. François invita a su primo Maxime a pasar unos días en la campiña francesa junto a su novia Daphné embarazada de tres meses. Como François se ha tenido que volver a París para cubrir a un compañero del trabajo hospitalizado, Daphné y Maxime pasan cuatro días juntos visitando la zona y contándose su vida, o bien podríamos decir, contándose sus sentimientos y sus amores y desamores.

El guion del propio Mouret, muy teatral, reflexiona en nuestro interior, en la imposible coherencia en aquello que decimos y lo que finalmente hacemos, describiendo la contradicción y la complejidad del alma humana, y nuestra propia fragilidad existencial y sobre todo, sentimental. El argumento nos traslada al pasado, y al presente inmediato, en que tanto Daphné como Maxime relatan sus experiencias amorosas, muestra que el sentimiento del amor, o lo que así llamamos, es un sentimiento extremadamente frágil, y plagado de claroscuros, algo que puede romperse en un suspiro, sin nada ni nadie que lo remedie. Mouret describe con minuciosidad y naturalidad las diferentes historias, mirando con serenidad y humanidad a sus personajes, sin juzgarlos en ningún instante, mostrándonos personas como nosotros, torpes e inseguros en el amor, y en todo lo demás, que dan tres pasos hacia adelante y cuatros hacia atrás, que lo único que tienen claro es que no tienen nada claro, que confunden con muchísima facilidad el amor y el deseo.

Mouret, que construye su banda sonora mediante composiciones clásicas de Purcell, Mozart, Chopin, Tchaikovsky, Poulenc, Satie, Debussy, y un largo etcétera, creando esa dimensión atemporal y onírica que tanto tiene el amor y cuando nos enamoramos, que contrasta muy bien con los conflictos que van sucediendo.

https://242peliculasdespues.com/2021/07/05/las-cosas-que-decimos-la-cosas-que-hacemos-de-emmanuel-mouret/

www.cinemaldito.com/las-cosas-que-decimos-las-cosas-que-hacemos-emmanuel-mouret/

El rapto de Marah

El rapto de Marah (1950), la novela más lograda de Dale Van Every se situal en 1788 en el valle del rio Ohio, narra el periplo de una caravana en la que viaja la joven Marah Blake desde Tidewater hasta una próspera hacienda en la lejana frontera donde la espera el potentado Colby Gower para casarse con ella. Colby ha contratado a dos de los mejores exploradores para que guíen y acompañen a la comitiva. Todo marcha según el plan previsto pero cuando casi se vislumbraban las empalizadas protectoras la joven es raptada por un indio.

A partir de ese punto se desencadenan feroces tramas y acontecimientos narrados con pulso firme por el autor. A lo largo de cuatrocientas briosas páginas visitaremos campamentos indígenas (los hurones, mingos, shawnees…), nos sentaremos en el consejo tribal, fumaremos el calumet, espiaremos para el rey Jorge o para las trece colonias, presenciaremos crueles tormentos en el poste de la tortura, bogaremos en canoa, cruzaremos frondosos bosques, asistiremos a peleas de búfalos, empuñaremos el tomahawk…

Un aventurero de la frontera, una especie de agente doble de la época, es contratado para liberar a la mujer blanca y el autor dota a la novela de un triple suspense: ¿Podrá rescatar a la cautiva? ¿Surgirá el consabido romance entre ambos? ¿Logrará avisar a los colonos del ataque que se está tramando de los pieles rojas?

El rapto de Marah es un pre-western magistralmente ambientado por Dale Van Every en la Guerra de Independencia y en la participación de los indios del Valle del Ohio en ella. No había reparado en eso del pre-Western antes de leer el magnífico ensayo de Alfredo Lara López que prologa la novela de Valdemar. Gracias a él sabemos que si el Western es el mundo de John Wayne: las diligencias, los indios de las praderas, el ferrocarril, la caballería, el saloon…, el pre-Western es, en cambio, el de Daniel Boone: indios de los bosques y de los grandes lagos, castores, piraguas… Merced al séptimo arte siempre hemos evocado ese mundo con enfrentamientos, mosquete y bayoneta en mano, entre casacas rojas y casacas azules. Pero en las tierras del Oeste se vivieron continuos combates entre colonos y tribus indias aliadas de Inglaterra. El mundo, pues, de El último mohicano de Fenimore Cooper, novela que podría decirse iniciadora de este subgénero novelesco.

El argumento de esta historia está inspirado en un buen número de casos reales que tuvieron lugar en todo el territorio de Norteamérica desde el siglo XVI hasta comienzos del XX, y en particular en el caso de la joven Mary Jemison de Pensilvania. Junto a personajes de ficción la narración se salpica con la presencia de figuras del conflicto descollando William Clark (quien junto con Lewis protagonizará años más tarde la mítica expedición por el Mississippi) y Simón Girty, El Salvaje Blanco, un ser cruel y sanguinario.

Hombre de cine, ensayista, historiador y novelista, Dale Van Every (1896-1976) toda una autoridad en dicho período histórico. Escritor, guionista y productor de cine fue nominado a la estatuilla por la adaptación de Capitanes intrépidos, de Victor Fleming. Escribió el guion o la historia original de 35 películas, entre las que figuran Hombres sin miedo, de John Ford. Dale Van Every era un gran amante y experto en la historia de la Frontera americana durante el periodo revolucionario y en especial en los conflictos indios de la época, escenario histórico en el que se ambientan numerosas novelas que conforman un subgénero aparte, el pre-western. Escribió una monumental crónica de 1.500 páginas sobre la vida en la Frontera, así como numerosas novelas, como El rapto de Marah , inspiradas en este fascinante periodo histórico. En ésta fue capaz de escribir perlas como la siguiente:

[…] Quachake asomó la cabeza y los hombros por las ramas colgantes de azalea hasta que pudo ver la parte superior de la ribera del río. Se movía con tanto cuidado que el reyezuelo que trinaba en una rama a menos de un brazo de distancia por encima de su cabeza no alzó el vuelo. La temblorosa cascada de capullos rojos, dorados y blancos envolvían envolvían su moreno cuerpo aceitoso. Su lento avance era como el de un gusano torpe invadiendo el corazón de la belleza de la azalea.
Apenas era consciente de que aquel cuerpo era el suyo propio, tras haberse abstenido ritualmente de la comida o el sueño durante los tres días que había estado siguiendo la caravana. Sus torpes necesidades y debilidades ya no parecían interponerse entre el espíritu limpio de su interior y la percepción del mundo que le rodeaba. La penetrante fragancia de la azalea y la aguda dulzura del trino del reyezuelo afectó a sus sentidos con una fuerza intoxicante, pero era igualmente consciente del pez luna acariciando su nido de guijarros río
abajo, del alce frotándose con un tocón de pino a media montaña a sus espaldas y, mientras pasaba los dedos por la hierba, del penetrante aroma de las hormigas corriendo entre las raíces de las bayas.[…]

El imperio de la luna de agosto: auge y caída de los comanches

El libro imperio de la luna de agosto: auge y caída de los comanches de S.C. Gwynne abarca dos historias asombrosas: La primera relata el ascenso y caída de los comanches, la tribu india más poderosa de la historia americana. La segunda implica una de las más notables narraciones que han salido del Viejo Oeste: la saga épica de la pionera Cynthia Ann Parker y su hijo mestizo Quanah, que se convirtió en el último y más grande jefe de los comanches.

Aunque los lectores estén más familiarizados con los nombres tribales Apache y Sioux, fue de hecho la legendaria capacidad de lucha de los comanches lo que determinó cómo y cuándo se abrió el Oeste americano. Los niños comanches se convirtieron en hábiles jinetes a caballo a la edad de seis años; los valientes comanches eran considerados los mejores jinetes que jamás habían cabalgado. Eran tan diestros en la guerra y tan hábiles con sus flechas y lanzas que detuvieron el avance hacia el norte de la España colonial desde México y detuvieron la expansión francesa hacia el oeste desde Luisiana. Los colonos blancos que llegaron a Texas desde el este de los Estados Unidos se sorprendieron al ver que la frontera estaba siendo retrocedida por los comanches indignados por la invasión de sus tierras tribales. Tan eficaces fueron los comanches que forzaron la creación de los Rangers de Texas y dieron cuenta del advenimiento de la nueva arma diseñada específicamente para combatirlos: el revólver Colt Paterson.

La guerra con los comanches duró cuatro décadas, retrasando el desarrollo de la nueva nación americana. El estimulante relato de Gwynne ofrece una narración amplia que abarca el colonialismo español, la Guerra Civil, la destrucción de las manadas de búfalos, y la llegada de los ferrocarriles – un festín histórico para cualquiera que esté interesado en cómo nació Estados Unidos.

La saga comienza en 1833 cuando 30 carretas de bueyes llevaron «a una extensa familia de orientales religiosos y emprendedores, conocidos por sus vecinos como el Clan Parker» desde Illinois a Texas. «El trato que les ofrecieron parecía casi demasiado bueno para ser verdad», escribe Gwynne. «A cambio de promesas sin sentido de lealtad a México (de las que Texas todavía formaba parte) varios jefes de la familia Parker recibieron cada uno concesiones de 4600 acres». Esto era una propiedad de primera, muy arbolada, con praderas, manantiales, riachuelos, y muchos peces y aves.

Debido a que la propiedad estaba en «el extremo más exterior de la frontera india», los Parkers construyeron un fuerte de un acre alrededor de sus nuevas casas. No funcionó. En mayo de 1836, una banda de guerreros comanches y kiowas atacaron. En cuestión de minutos, los indios habían matado a cinco hombres, herido a dos mujeres y llevado cautivos a otras dos mujeres y tres niños. Entre los secuestrados estaba Cynthia Ann Parker, una niña de nueve años de ojos azules. Ésta llegó a adorar a sus captores y se hizo tristemente célebre como la «india blanca», que se negó a regresar hasta su trágica captura por los Rangers de Texas en 1860. Como el propio autor escribe:

«Nunca sabremos cómo se sintió Cynthia Ann Parker durante las semanas y meses posteriores a su captura a manos de Sul Ross. La historia estadounidense no abunda en casos comparables. Pero desde un primer momento se hizo evidente que la auténtica tragedia de su vida no fue su primer cautiverio sino el segundo, algo que nunca comprendieron los hombres blancos. El acontecimiento que le destrozó la vida no fue el asalto al fuerte Parker de 1836, sino el milagroso y tan celebrado «rescate» de catorce años después en Mule Creek. Este segundo episodio la dejó viuda, la separó de por vida de sus amados hijos y la depositó en una cultura donde fue una verdadera cautiva, mucho más de lo que jamás lo fuera con los comanches. Momentos antes de la incursión de Ross, Cynthia Ann era tan primitiva como cualquier otro indio de las llanuras: estaba cargando miles de libras de carne de bisonte a lomos de las mulas, cubierta de sangre y grasa de pies a cabeza, literalmente inmersa en un mundo primario que nunca salió del todo de la Edad de Piedra, un mundo de brega incesante, de hambre, de guerra continua y muerte prematura; pero también de pura magia, de ceremonias como la del castor y danzas como la del águila, de espíritus que residían en los manantiales, en los árboles, en las rocas, en las tortugas, en los cuervos; un lugar donde la gente bailaba toda la noche y entonaba los cánticos mágicos del oso, donde los ensalmos de lobo le hacían a uno invulnerable a las balas, donde los sueños dictaban la política de la tribu y el viento bullía de fantasmas. En las praderas de hierba y los cauces boscosos de los ríos, desde Kansas a Tejas, Cynthia Ann —Nautdah— había vagado al compás del ciclo místico de las estaciones, en ese lugar azaroso, aterrador, sangriento e intensamente vivo donde la naturaleza y la divinidad eran una y la misma«

Más famoso aún fue su hijo Quanah, un guerrero que nunca fue derrotado y cuyas guerras de guerrillas en la franja de Texas lo convirtieron en una leyenda. Hacia el final de este hipnotizador relato, Quanah Parker explica a un amigo llamado Miller cómo «el hombre blanco había expulsado al indio de la tierra». Quanah, un guerrero comanche que se había rendido al gobierno de EE.UU. en 1875, ordena a Miller que se siente en un tronco de madera de algodón. «Quanah se sentó cerca de él y le dijo: ‘Muévete’. Miller se movió. Parker se movió con él, y nuevamente se sentó cerca de él. ‘Muévete’, repitió. Esto continuó hasta que Miller se cayó del tronco. ‘Así’, dijo Quanah.»

The Fires That Burn: The Life and Work of Sister Elaine MacInnes

 

The Fires That Burn explores the extraordinary life and work of Sister Elaine MacInnes – professional musician, Roman Catholic nun, Zen master, and prison activist – and her unusual journey to greater understanding. The documentary will retread eighty-year old Sister Elaine’s life path of constant spiritual redefinition, and uncover the journey from her harrowing days as a body shield and activist during civil war in the Philippines, to her inspiring work in British prisons, and finally to her present-day campaign to get meditation teachers into prisons across Canada.

Internationally renowned actor and director Jeremy Irons (The Mission, Brideshead Revisited, M Butterfly, Merchant of Venice…) became a friend and supporter of Sister Elaine’s in the UK, as she helped to build the Prison Phoenix Trust – an organization with a mandate to increase access of prison inmates to meditation and yoga techniques. Mr Irons is pleased to participate in any project that reinforces the profound effect that Sister Elaine’s activities have had across the globe and looks forward to being interviewed for the program.

Director, and May Street president, Hilary Pryor says, “ It is an honour to meet Sister Elaine and begin the process of bringing her extraordinary life – as a Catholic nun, Zen master and advocate for prisoners – to the screen. She brings together all that is best in diverse religions and applies it to the spiritual betterment of the underprivileged.”

Principal photography for The Fires that Burns begins July 15/04 – locations include BC, Ontario, the UK, the US, Japan and the Philippines.

Acceso al video completo

I believe in the sun even when it’s not shining

A song by Z. Randall Stroope, based on a Poem by a Jewish Prisoner in the Cologne Nazi Concentration Camp during WW2

“I believe in the sun
even when it is not shining
And I believe in love,
even when there’s no one there.
And I believe in God,
even when he is silent.

I believe through any trial,
there is always a way
But sometimes in this suffering
and hopeless despair
My heart cries for shelter,
to know someone’s there
But a voice rises within me, saying hold on
my child, I’ll give you strength,
I’ll give you hope. Just stay a little while.

I believe in the sun
even when it is not shining
And I believe in love
even when there’s no one there
But I believe in God
even when he is silent
I believe through any trial
there is always a way.

May there someday be sunshine
May there someday be happiness
May there someday be love
May there someday be peace….”

 

 

La Muerte de Stalin

El 5 de marzo de 1953, Josef Stalin muere en circunstancias todavía no aclaradas. A lo largo de dos días, el vacío de poder se traduce en una encarnizada lucha por la sucesión.

La-muerte-de-Stalin-1024x768[1]

La película se basa en el cómic homónimo (publicado por Norma Editorial) firmado por el guionista Fabien Nury y el dibujante Thierry Robin. Los productores Yann Zenou y Laurent Zeitoun (‘Intocable’) compraron los derechos, y enseguida pensaron en Iannucci, el rey de la sátira política: «Era obvio, sólo él podía manejar un tono tan particular.» Iannucci enseguida recogió el guante, fascinado por una comedia basada en hechos reales: «Cuanto más investigaba, más ridículo era todo. Stalin estuvo, por ejemplo, tumbado sobre un charco de orina porque sus propios guardas estaban demasiado asustados para entrar en la habitación.»

En la película, como en la historia, los peces gordos del Partido Comunista debatieron sobre qué hacer, si ayudarlo o dejarlo morir, y conspiraron por la sucesión que, finalmente, como es sabido, asumió Nikita Khrushchev, al que da vida un inesperado Steve Buscemi. Pero no era el único aspirante. Antes que él estaban Georgy Malenkov (Jeffrey Tambor) o Lavrentiy Beria (Simon Russell Beale), además de los propios hijos de Stalin (Andrea Riseborough y Rupert Friend) que gritaron al complot. Y, 65 años después, todavía se habla de complot. No ya de el de entonces, que también, sino el que para Putin representa la propia película.

Si esta ácida comedia negra ha cosechado estupendas críticas en Occidente, en Rusia ha sido prohibida con el argumento de que «ofende a los soviéticos caídos durante la Segunda Guerra Mundial». El PC sigue siendo la segunda fuerza política en Rusia, y cada vez son menos los rusos que consideran a Stalin como un dictador sanguinario y más los que lo ven como una figura destacada de su historia. «Stalin ha hecho un buen comeback», ironiza Iannucci: «Se vieron bustos suyos en el centenario de la Revolución. No hay que tener miedo de los hombres fuertes. Ese es el mensaje de Moscú hoy en día.»

Como ya hiciera en su ópera prima, la notable In the Loop, el director escocés Armando Iannucci vuelve a apostar por la sátira política en su segunda película, en la que adapta un cómic francés sobre el misterio que envolvió la muerte de Stalin y las posteriores luchas interinas entre los miembros del Comité Central del Partido Comunista Soviético, con Beria y Kruschev como principales protagonistas, por hacerse con el poder. La película, a pesar del trasfondo trágico (no faltan imágenes de ejecuciones sumarísimas con tiro en la nuca de supuestos «enemigos de la patria» ni masacres callejeras) está planteada como una comedia negrísima, sobre todo en el dibujo de unos personajes absolutamente caricaturescos (se llevan la palma el Malenkov de Jeffrey Tambor, tonto de baba, y el general Zhikov de Jason Isaacs, perfecto trasunto de Rambo) que se comportan como inmaduros niños egoístas sin escrúpulos incapaces de pensar por un momento en algo que no sea «yo, me, mí, conmigo».

Entrevista a Armando Iannucci

El escocés Armando Iannucci (Glasgow, 1963) es una de las mentes satíricas más afiladas de nuestro tiempo. En ficciones como las teleseries The thick of it y Veep o el largometraje In the loop (2009) ha demostrado hasta qué punto la búsqueda del poder hace aflorar todo cuanto de la mezquina, estúpida, incompetente e inmoral tiene la condición humana. Vuelve a hacerlo en su nueva película, la recién estrenada La muerte de Stalin, que recrea las encarnizadas luchas por el liderazgo que tuvieron lugar en el Kremlin instantes después del óbito del dictador.

Su película es hilarante pero, al mismo tiempo, le deja a uno muy mal cuerpo.
Me lo tomo como un cumplido. Dios me libre de compararme con Chaplin, pero mi intención fue hacer algo parecido a El gran dictador (1940), contiene algunos de los mejores gags de la historia y al mismo tiempo escenas ambientadas en el gueto, y chistes sobre cámaras de gas. Hay algo inherentemente cómico en los totalitarismos y en los extremos a los que llegan para someter a la gente. Durante el estalinismo, el que dejaba de aplaudir primero al final de un discurso podía ser ejecutado junto a su familia. Es atroz, sí, pero también muy absurdo.

¿Qué le sorprendió más a medida que indagaba en el estalinismo?
El poder de Stalin sobre la gente. Al parecer, aquellos que iban a ser ejecutados gritaban «larga vida a Stalin» justo antes de ser abatidos; e incluso los presos de los gulags lloraron al enterarse de su muerte. Es muy loco. Y, actualmente, pese a todo lo que sabemos de las purgas, en Rusia aún hay quienes hablan de él con nostalgia.

Usted siempre ha hecho sátira de la política de su tiempo. ¿Por qué decidió esta vez viajar al pasado?
Porque cuando me ofrecieron la oportunidad de adaptar el cómic en el que la película se basa sentí que era un vehículo idóneo a bordo del que meditar sobre cómo el concepto mismo de democracia está en peligro por culpa del auge de los nacionalismos en Europa y líderes autoritarios como Erdogan en Turquía, Duterte en Filipinas o Putin en Rusia. El problema es que hemos dado la democracia por hecha y ya no trabajamos para mantenerla. Mucha gente ni siquiera es consciente de la importancia de las elecciones. Votan a un presidente como quien vota al próximo expulsado de Gran Hermano. El Brexit es consecuencia de ello.

La película fue escrita mucho antes del ascenso de Trump, pero viéndola es inevitable pensar sobre todo en él.
Lo sé. Después de todo habla de gente que quiere controlar el flujo de información, y eso también lo quiere Trump, ¿verdad? Quiere cerrar las cadenas que lo critican, y en su Twitter asegura que la CNN es el enemigo del pueblo. Eso es justo lo mismo que decía Stalin. No hace mucho, Trump comparó a los inmigrantes con serpientes que te muerden y te envenenan. ¿No decían los nazis algo parecido de los judíos?

¿Sigue teniendo sentido hacer sátira política cuando el mundo está en manos de gente como Trump?
Yo también me lo pregunto. Al fin y al cabo, de hacer sátira de Trump ya se encarga él mismo. Y es muy consciente del impacto que tienen sus tuits. Es un ignorante, pero no un idiota. Y debemos estar alerta. Se está quedando cada vez más solo, y no tardará en deshacerse de su hija y su yerno. Y tarde o temprano la tomará con sus propios electores; es entonces cuando será realmente peligroso. Por eso es un error tomárselo a broma, porque hacerlo nos hace bajar la guardia. Uno de los problemas de la sátira es que se ha convertido en un sustituto del enfado y la protesta.

«Uno de los problemas de la sátira es que se ha convertido en un sustituto del enfado y la protesta» ¿Puede mencionar otro?
La corrección política. En la era de las redes sociales solo se aceptan los me gusta. Criticar y ofender está prohibido. Si alguien te critica, lo bloqueas. Todos tenemos dentro un pequeño Kim Jong-un, y Twitter lo hace aflorar. Y es en parte ese miedo a la discusión lo que ha propiciado el auge de la posverdad: con tal de ganar referéndums, los políticos cuentan a la gente cosas que son falsas, y aun así los ganan.

Ya que hablamos de callar a los demás, recordemos que La muerte de Stalin ha sido prohibida en Rusia. ¿Cómo lo lleva?
Me apena mucho, claro. Y supongo que deja claro que allí las cosas no han cambiado tanto desde los tiempos de Stalin. En todo caso, ¿qué sentido tienen este tipo de censuras en el siglo XXI, cuando cualquier contenido es fácilmente accesible? Qué absurdo. El problema es que mi película se ríe de la autoridad, y la autoridad es algo que Putin obviamente se toma muy en serio. Tengamos cuidado de los políticos que son incapaces de encajar chistes. Son los más peligrosos.

¿No cree que, en realidad, la mayoría de ellos lo son?
Me temo que sí. Pero lo entiendo. Solemos poner la política en un pedestal, y asumimos que quienes la practican son gente que sabe lo que hace. Y mi objetivo es demostrar que la mayoría de ellos son personas que viven en la inopia, improvisando, y temerosos de que, tarde o temprano, nos daremos cuenta de que son unos impostores.

Referencias

Si han de parpadear, háganlo ahora.. @kubothemovie

Kubo y las dos cuerdas mágicas‘ de Laika Entertainment, el estudio que hace unos años nos trajera ‘Los mundos de Coraline’, ‘El alucinante mundo de Norman’ y ‘Los Boxtrolls’, presenta una nueva cinta de animación generada mediante la técnica de stop motion 3D.  La película marca el debut en la dirección de Travis Knight, director ejecutivo de la productora y jefe de animación en otros proyectos del estudio. Eso sí, ninguna de ellas ha alcanzado el nivel que exhibe ‘Kubo y las dos cuerdas mágicas’, una joya que lo tiene prácticamente todo para ser una  de las mejores películas  del cine de animación más reciente.

Knight se inspira en los legendarios cineastas japoneses, destacando cierto cariño a Akira Kurosawa, y sobre todo nos hace recordar obras de Hayao Miyazaki, mezclando el folclore de la Asia oriental clásica con el estilo moderno y la tecnología stop-motion. En una industria donde “casi” toda la animación nos llega por ordenador en 3D y con guiones flojos (ejem, Mascotas, ejem…) que se esfuerzan sólo por ser la más taquillera del año, Kubo y las dos cuerdas mágicas es un refrescante título que crea un cambio de ritmo que el espectador que ame la animación y el cine agradecerá y recibirá con los brazos abiertos.

Uno de los aspectos que más llaman la atención a priori de ‘Kubo y las dos cuerdas mágicas’ es una compañía asentada en Estados Unidos aborde una mitología claramente oriental, algo poco habitual en el cine animado occidental. El origen primigenio de esa inusual apuesta lo tenemos en Travis Knight, director de la misma, pero también presidente y CEO de Laika, ya que visitó Japón cuando apenas contaba con ocho años de edad y siempre quiso reflejar en pantalla la fascinación que sintió entonces.

Sin embargo, el germen inicial concreto de ‘Kubo y las dos cuerdas mágicas’ surge de Shannon Tindle, un diseñador de personajes de Laika que propuso la idea cuando el estudio estaba centrado en la creación de ‘El alucinante mundo de Norman’. La propuesta de Tindle, centrada en contar la épica historia de un samurái a través de stop-motion, cautivó a Knight de una forma tan personal que decidió que era el material idóneo para su debut como director.

Además, la debilidad personal de Knight por la cultura japonesa le llevó a no escatimar en gastos para contratar a todo tipo de expertos -aunque no sólo para este punto, como veremos más adelante-. También realizaron un trabajo de campo extenso, algo que el ojo atento descubrirá durante los agradecimientos de los títulos de crédito finales con la mención a lugares como el Japanese Museum.

Además, procedieron a estudiar la obra de varios artistas japoneses, destacando la influencia en ‘Kubo y las dos cuerdas mágicas’ de Kiyoshi Saitō. Todo ese trabajo previo no ya a la propia animación, sino al mero diseño de los personajes y los escenarios, llevó a Laika prácticamente tres años. ¿El motivo? Querían que todo se sintiera real, pero también parte de un universo propio que lograse conectar con el público y para ello se descartó cualquier tipo de atajo.

La principal meta era ofrecer una visión estilizada del universo planteado y que al mismo tiempo fuera completamente verosímil. Por ejemplo, para las escenas acuáticas se contrató a David Horsley, que ya había demostrado su control de dicho elemento a través del uso del CGI en ‘La vida de Pi’, donde también tenía ese realismo casi mágico que Laika también buscaba aquí con esas secuencias.

En lo referente a los personajes, se crearon las maquetas tanto manualmente como mediante la utilización de impresoras 3D con una tecnología que aún se encontraba en fase experimental. De esta forma, ‘Kubo y las dos cuerdas mágicas’ cuenta con la primera maqueta realizada de forma íntegra de esa forma, pero también se realizó un gran trabajo de orfebrería para hacer otras mediante papel origami. Hay espacio tanto para los últimos avances como para la pura artesanía.

Tampoco dudaron en utilizar otros materiales, como el plástico o la silicona, para que ciertos personajes tuvieran la cercanía y expresividad buscadas, aunque quizá aún más asombroso sea que incluso quisieron recrear manualmente ciertos elementos, como las propias escenas acuáticas supervisadas por Horsley, que luego fueron cambiados a través del uso del CGI. Así se consiguió que en todo momento se tuviera una idea clara de lo que se buscaba en cada escena y también para que luego se consiguiera una fusión perfecta de ambas técnicas.

Esqueleto

Quizá el logro más llamativo de todos sea la enorme marioneta de un esqueleto, la más grande creada por ellos hasta ahora, que crearon siguiendo lo que habían aprendido en ‘Los Boxtrolls’ e inspirándose de forma reconocida en el trabajo realizado por Ray Harryhausen en ‘Jasón y los argonautas’. Medía la friolera de cinco metros y se utilizó una técnica de control de movimiento parecida a la de los simuladores de vueloprestando especial atención a que su notable peso no hiciera que se viniera abajo.

¿Cómo solucionaron tan difícil empresa? Pues combinando la alta tecnología utilizada para mover el torso de la criatura con soluciones bastante artesanales: una serie de cables atados a las muñecas del esqueleto y al techo del set hacían de contrapeso, asegurándose de ello mediante la utilización de unos grandes cubos repletos de sacos de arena. Increíble pero cierto y el resultado luce de maravilla en pantalla.

El Jardin de la Alegria

Grace Trevethan (Brenda Blethyn) ve como su marido muere al mismo tiempo que nace una nueva situación económica en su vida, angustiosa y de difícil solución: la ha dejado sin una libra y con un montón de deudas. Su situación es grave, y culpar a su difunto no sirve de nada, así que decide mirar hacia delante, concretamente hacia el invernadero de su jardín. Junto a Matthew (Craig Ferguson), su jardinero, utilizara su sabiduría en el arte de cultivar orquídeas y otras flores para plantar marihuana. Pero luego hay que venderla. Y escaquearse de sus acreedores. Y de la policía.

En una de sus escenas más delirantes, El jardín de la alegría muestra a un grupo de policías de uniforme y respetables damas de la burguesía rural inglesa en fraternal camaradería mientras disfrutan de una espirituosa jornada campestre como si pertenecieran a una comuna de hippies felices de finales de la década de los 60. El humo que sale de una pira formada por kilos y kilos de marihuana es el responsable de ese clima benigno y jovial, donde se han superado las convenciones sociales y la tolerancia y el buen rollo impregnan el ambiente. La planta mágica quita pesares, anima pasiones, elimina barreras y en muchas ocasiones provoca una risa floja tan contagiosa como inocua, aunque las leyes vigentes se empeñan en querer demostrar lo contrario (y a fuerza de insistencia, represión y marginación a veces lo consiguen).

Ese mismo efecto revitalizador y sensibilizador logra esta pequeña y entretenida película inglesa que obtuvo el Premio del Público en la edición del 2000 del festival de Sundance. Estrenada con bastante retraso en España, El jardín de la alegría es la ópera prima de Nigel Cole (que ya está finalizado su nuevo proyecto: Calendar girls) y cuenta con la presencia de la veterana actriz británica Brenda Blethyn (Secretos y mentiras, Little voice), el cómico Craig Ferguson (co-autor del guión y conocido por su papel en Born Romantic), el francés Tcheky Karyo (Juana de Arco) y Martin Clunes (The acid house, Shakespeare in love).

Ambientada en la zona de Cornualles, un idílico rincón de la costa británica con un amplio historial en contrabandistas y leyendas de piratas, El jardín de la alegría narra la delirante mutación que experimenta Grace Trevethan (Brenda Blethyn), una hogareña mujer de 50 años que ha vivido sin sobresaltos en su tranquila mansión rural dedicándose en cuerpo y alma a las labores de la casa, el cuidado de su jardín y las apacibles veladas de té y pasta con sus vecinas. Pero para poder sobrevivir tras la muerte de su marido, que durante años le ha sido infiel y le ha ocultado sus estrepitosos fracasos en los negocios, Grace tiene que dejar de ser una ama de casa cándida e ingenua para convertirse en una insólita traficante de marihuana. Y de paso anima la rutinaria vida de su pueblo y de todos aquellos que tropiezan con ella (desde un mafioso de origen francés que cae rendido ante sus encantos a un empresario que quiere embargarle la casa).
El jardín de la alegría es una deliciosa comedia de enredos y personajes disparatados que se inscribe en la mejor tradición humorística del cine británico y derrocha ingenio, vitalidad y tolerancia, sin prescindir de pequeñas dosis de ironía maliciosa y de un profundo desprecio por las leyes. Un relato amable y gozoso, manejado con habilidad y buen sentido del ritmo y la tensión cinematográfica por el debutante Nigel Cole que ha contado con la colaboración de un reparto en estado de gracia (tanto actores protagonistas como secundarios). Hay también en este film británico un cuidadoso trabajo de guión y edición que consigue integrar las escenas cómicas más delirantes (Grace vestida con un suntuoso traje blanco vendiendo marihuana por las calles de Londres, el abrazo entre Craig Ferguson y su novia dentro del mar, las explosiones de luz cósmica en el laboratorio donde se cultiva la planta….), en una trama narrativa más o menos verosímil.
Uno de los principales aciertos humorísticos de la cinta es su extensa nómina de personajes secundarios tiernos y estrafalarios: desde un pequeño traficante con pinta de macarra desfasado que se entretiene jugando a la oca con su madre, hasta un médico burlón muy interesado por las virtudes terapéuticas del cannabis, pasando por dos entrañables viejecitas que regentan una tienda de ultramarinos en Cornualles y descubren inesperadamente las bondades de una extraña variedad de té que cultiva su amiga Grace.
Pero tras su humor campechano y bonachón apto para todo tipo de públicos, El jardín de la alegría tiene cierta potencialidad subversiva (o al menos, reivindicativa) y se puede interpretar como un emotivo canto fílmico a la convivencia, la tolerancia y la libertad. Un canto quizás demasiado ingenuo y lleno de tópicos, pero que cautiva por su sencillez y su sinceridad a la hora de celebrar las pequeñas alegrías que puede ofrecernos esa planta inofensiva (o al menos, no más dañina que decenas de productos legales) que sigue condenada a crecer en las zonas más recónditas y prohibidas de jardines y terrazas.